lunes, 15 de junio de 2009

Madame Bovary (Madame Bovary)


Publicada en el año 1857, narra los amoríos que tiene Emma Rouolt con sus amantes a expensas de su esposo Charles. Empieza contando sobre la vida del estudiante de doctor Charles Bovary y como se gradúa. Cuando termina su madre le hace una gran celebración y ella decide con que mujer se va a casar. El acepta, y se casa con la viuda Dubuc. Cierto día le piden que aya a la casa de la familia Rouolt, atiende al padre que se había roto una pierna y ve a Emma, la hermosa hija del señor Rouolt. El medico fue a visitarlos varias veces, pero cuando su esposa se entero de eso le armo un escandalo terrible. A la mañana siguiente, Charles estaba en su cuarto y de un momento a otro su esposa que estaba en la cocina cae al suelo y muere. Días mas tarde el señor Rouolt va a visitar al doctor y darle las condolencias, le comunico de paso que su hija Emma estaba pensando en el, y que porque no los visitaba. Emma lo atendió tan bien, que cuando termino se había olvidado del fallecimiento de su esposa. Al poco tiempo se haba casado con Emma Rouolt, que ahora se llamaría, "Emma Bovary". Después de la boda, Emma se sentía muy aburrida y decepcionada porque antes de casarse había creído estar enamorada. Ella pensaba que el matrimonio iba a ser algo como lo describían todas las historias de amor, en el que el amor era joven y apasionado.

A finales de Septiembre, invitaron a los Bovary al palacio de Vaubyessard, a Emma todo el lujo de la fiesta la dejaba atónita y sorprendida. Cuando comenzo el baile, un vizconde se se le acerco a Emma y le pidió que le acompañara a bailar, ella no sabia bailar pero el vizconde le enseño. Desde ese día Emma quería llegar a ser mas, primero contrato a una huerfana para que su empleada. Luego empezó a dejar todo lo que quería y sabia (piano, pintura, bordado y lectura). Charles, se dio cuenta de que su esposa estaba así por el lugar, así que decidió mudarse. Cuando llegan son invitados a un baile publico, en el baile, el farmaceutico local, el señor Homais. Mientras Charles hablaba con el señor Homais, Emma hablaba con el asistente del señor, que se llamaba Leon Dupuis. Los dos descubrían sus intereses comunes, que eran muy parecidos, para cuando terminaron esta conversacion, Leon se había dado cuenta de que estaba enamorado.

Y paso el tiempo y Emma Bovary, quedo embarazada, ahora solo esperaba dar a luz un hijo hombre, que seria la revancha a su destino que según ella "le habían llenado le vida de desgracias". Pero el destino no quizo cumplir el deseo de Emma, ya que dio a luz a una hija mujer. En cuanto se lo dijeron a la señora Bovary, ella se desmallo. Ella no quizo ver a su hija hasta pasadas seis semanas, que había dado a cuidar a la esposa del carpintero. Fue con Leon y cuando regresaron, el pueblo hablaba de que entre ellos había una relación, porque siempre Leon cuando estaba con Emma, se veía confundido y muy distraido. El escribía cartas que luego rompía, se preparaba fechas para declararse que no cumplía, pero en cuanto estaba n la presencia de Emma. Pero ella no se daba cuenta y lo sentía completamente encantador. Un día le pregunta a su criada y ella le dijo que el estaba enamorado de ella, el corazón de Emma dio un salto de alegría.

Esa noche busco al señor Lheureux. El le dijo que le apenaba no haberse ganado su confianza y que siempre se llevaba bien con todas las señoras. Pero a Emma no le importaba, porque solo estaba pensando en Leon. Pero Leon la veía tan buena ama de casa que empezaba alejarse. Pero Leon cierto día y de sorpresa decidió mudarse a París para terminar sus estudios de derecho. Ella se lamento completamente de no haberlo amado como se debía. Cierto día lega un hombre rico al pueblo en donde vivía Emma, el se llamaba Rodolfo Boulanger, que en cuanto la vio busco la primera oportunidad para acercarse a ella. Y la oportunidad se le presento en el festival de yonville. Rodolfo se le acerco a Madame y le empezó a hablar de la vida campesina y de la mediocridad provinciana, cuando termino de hablar quizo tocarle la mano a Emma, pero ella no acepta. Luego empezó a hablar de los deberes, esta vez cuando intento tocarle la mano a Emma ella si se dejo. Pasaron seis semanas para que rodolfo visitara a Emma. Ese día Rodolfo le dijo que la amaba, cuando llego Charles, Rodolfo le recomendó que seria bueno que Emma saliera a pasear en caballo y el se ofreció para prestar el animal e ir con ella, el acepto.

El primer día en que salieron a pasear, Rodolfo se le declaro y Madame cayó rendida en sus brazos. Durante siete días se mandaron cartas. Y luego se fueron atreviendo a mas, luego se estuvieron viendo mas seguido y se intercambiaban retratos y mechones de cabello. El señor Lheureux aprovechaba y traía mercancía de París sin reclamar pago alguno, y mientras Charles dormía los dos se besaban en la terraza. Cierto día en el que estaban conversando Rodolfo y Emma, ella le dijo que no sabia donde estaba cuando no la veía y que si era cierto que no le gustaban las demás mujeres. Ella le dijo que quería ir con el, pero Rodolfo pensó en su hija, su familia y su casa, ella dijo que se iban a escapar y solo llevaría a su hija con ella. Rodolfo, después de pensarlo bien decidió no hacerlo, por la niña y el hecho de que siempre iba a estar con una sola mujer. Después de eso se puso a escribir una carta en la que explicaba el motivo de porque no se iba a fugar con ella, y para darle el efecto de que había llorado le hecho unas gotas de agua. Cuando Emma leía la carta, quería morirse en ese momento, subio a la terraza de su casa e intento tirarse, pero su empleada llego y le dijo que ya era hora de ir a comer, mientras comia escucho el sonido de la carreta de Rodolfo pasando cerca a su puerta. No pudo disimular y se desmayo en media de la cocina.

Despues de esa ocacion, Emma enfermo gravemente por 43 dias, Lheureux aprovecho e hizo que Charles le firmara un pagare por mil francos. Cuando se recupero en su totalidad, Charles la llevo a la opera de Ruan. Durante el medio tiempo Charles fue a comprar unos refrescos, pero cuando llego con su esposa, ella tuvo una gran sorpresa, era el señor Leon Dupuis, que estaba viviendo en esa zona. Despues de haber conversado un rato, Leon convencio a Charles de que dejara a Emma con el durante un dia mas. Charles accedio, despues de eso Leon fue a buscar a Emma a su hotel. El le declaro su amor y le dijo que la dejara ver un dia mas, Emma se resistio. Esa noche, Emma le escribio a Leon una carta dando por terminada su relacion, que se la hiba a entregar por la mañana. Antes de entrar a la parroquia para la misa, Emma le entrega la carta a Leon y el la guardo como si supiera lo que decia. Cuando termino Leon se fue con Emma, la agarro del brazo y la subio a una carreta en la que no dio destino alguno. Se dice que el coche ando sin destino por varias horas y a eso de las dos de la tarde una mano de mujer tiro al aire una carta hecha pedasos.

Despues de eso encontro la excusa perfecta para ir a Ruan sin que Charles supiera algo de eso. Emma con la excusa de ir a tomar clases de piano, su esposo le daba 20 frnacos todos los jueves para ir a Ruan. Leon la esperaba en un hotel en donde se besaban, luego conversavan y se apasionaban. Pero Leon la sintio tan experimentada que penso que no era el primer amante. Y Emma tambien se empeso a aburrir, porque sentia en el adulterio todo lo que habia en el matrimonio. Emma siguio comprando cosas que no le servian, pero que queria, y luego llegaron los reclamos, para pagar algunos pagares, vendio sus guantes y algunos sombreros. Pero un dia jueves despues de haber ido a ver a Leon, la sirvienta, le netrega un papel en el que decia que la embargaban en 24 horas. Emma despues de eso va a buscar al señor Lheureux para ver si le ayudaba en su situacion o si al menos le daba algunos dias mas. Pero Lheureux se rehuso, Emma desesperada, apoya su mano en la rodilla del vendedor y el la bota de su casa.

Emma desesperada va a buscar a Leon para que la ayude, pero el como era practicante, no tenia mucho dinero y no la pudo ayudar, pero le dijo que tenia un buen amigo y que el le podia prestar el dinero nescesario, pero si no estaba a las tres que no lo esperara mas. Pero no aparecio a las tres, y para las cinco ya iba a ser demaciado tarde y Charles se iba a enterar, cosa que Emma no queria. Estaba sumida en un gran panico y de repente se le viene el recuerdo de Rodolfo Boulanger. Llego al palacio de Rodolfo y lo encontro tocando el piano. Se le acerco y los dos se dieron un gran beso, Rodolfo pone resistencia pero no puedo y empieza a desvestirla. Luego le sale una especie de risa, pero no lo era, estaba llorando sin contenerse. Cuando Rodolfo le pregunta que era lo que tenia, ella le dice que esta arruinada y necesita 800 francos, pero el le dice que no tiene. Y Emma al ver todas las cosas lujosas que tenia y revienta an colera y llanto, y empiesa a tirar al piso y a romper todas sus cosas. Despues de eso pasa por la fermacia del pueblo, coge un frasco de arsenico y empiesa a consumir el polvo, poco a poco. Luego va a su casa y Charlesle pregunta lo que habia pasado, porque ya habia ocurrido el embargo, y luego se hecha en su cama y empiesa a hacer efecto el arsenico. Cuando Charles se de cuenta, ya era demasiado tarde, esa noche llega un cura y le hacen los santos oleos y muera una hora despues. Un mes despues, Charles busca en su ropero unas hojas para mandarle sus felicitaciones a Leon por sus futuras nupcias, pero encuentra los mechones de pelo y retratos de Rodolfo y se da cuenta de que eran amantes. A la hora de almuerzo su hija va a buscar a su padre, pero, lo encuentra muerto, se habia ahorcado.

A continuacion un capitulo de "Madame Bovary":


CAPÍTULO IX
Pasaron seis semanas. Rodolfo no volvió. Por fin, una tarde apareció. Se había dicho, al día siguiente de los comicios:
«No volvamos tan pronto, sería un error.»
Y al final de la semana se fue de caza. Después de la cacería, pensó que era demasiado tarde, luego se hizo este razonamiento:
«Pero si desde el primer día me ha amado, por la impaciencia de volver a verme, tiene que quererme más. Sigamos, pues.»
Y comprendió que había calculado bien cuando, al entrar en la sala, vio que Emma palidecía.
Estaba sola. Anochecía. Los visillos de muselina, a lo largo de los cristales, oscurecían la luz del crepúsculo, y el dorado del barómetro, sobre el que daba un rayo de sol, proyectaba luces en el espejo, entre los festones del polípero.
Rodolfo permaneció de pie, y Emma apenas contestó a sus primeras frases de cortesía.
-Yo --dijo- he tenido ocupaciones. He estado enfermo.
-¿Grave? -exclamó ella.
-¡Bueno -dijo Rodolfo sentándose a su lado sobre un taburete-, no! ... Es que no he querido volver.
-¿Por qué?
-¿No adivina usted?
La volvió a mirar, pero de un modo tan violento que ella bajó la cabeza sonrojándose. Rodolfo continuó.
-¡Emma!
-¡Señor! --dijo ella, separándose un poco.
-¡Ah!, ya ve usted -replicó él con voz melancólica- que yo tenía razón de no querer volver; pues este nombre este nombre que llena mi alma y que se me ha escapado, usted me lo prohíbe, ¡Madame Bovary! ...¡Eh!, ¡todo el mundo la llama así!... Ese no es su nombre, además; ¡es el nombre de otro!
Y repitió:
-¡De otro!
Y se ocultó la cara entre las manos.
-¡Sí, pienso en usted continuamente!... Su recuerdo me desespera ¡Ah!, ¡perdón!... La dejo... ¡Adiós!... ¡Me iré lejos, tan lejos que usted ya no volverá a oír hablar de mí! Y sin embargo..., hoy..., ¡no sé qué fuerza me ha empujado de nuevo hacia usted! ¡Pues no se lucha contra el cielo, no se resiste a la sonrisa de los ángeles!, ¡uno se deja arrastrar por lo que es bello, encantador, adorable!
Era la primera vez que Emma oía decir estas cosas; y su orgullo, como alguien que se solaza en un baño caliente, se satisfacía suavemente y por completo al calor de aquel lenguaje.
-Pero si no he venido -continuó-, si no he podido verla, ¡ah!, por lo menos he contemplado detenidamente lo que le rodea. De noche, todas las noches, me levantaba, llegaba hasta aquí, miraba su casa, el tejado que brillaba bajo la luna, los árboles del jardín que se columpiaban en su ventana, y una lamparita, un resplandor, que brillaba a través de los cristales, en la sombra. ¡Ah!, usted no podía imaginarse que a11í estaba, tan cerca y tan lejos, un pobre infeliz...
Emma, sollozando, se volvió hacia él.
-¡Oh!, ¡qué bueno es usted! -dijo ella.
-¡No, la quiero, eso es todo!, ¡usted no lo duda! Dígamelo; ¡una palabra!; ¡una sola palabra!
Y Rodolfo, insensiblemente, se dejó resbalar del taburete al suelo; pero se oyó un ruido de zuecos en la cocina, y él se dio cuenta de que la puerta de la sala no estaba cerrada.
-Qué caritativa sería -prosiguió levantándose- satisfaciendo un capricho mío.
Quería que le enseñase su casa; deseaba conocerla, y como Madame Bovary no vio ningún inconveniente, se estaban levantando los dos cuando entró Carlos.
-Buenas tardes, doctor -le dijo Rodolfo.
El médico, halagado por ese título inesperado, se deshizo en obsequiosidades, y el otro aprovechó para reponerse un poco.
-La señora me hablaba -dijo él entonces- de su salud...
Carlos le interrumpió, tenía mil preocupaciones, en efecto; las opresiones que sufría su mujer volvían a presentarse. Entonces Rodolfo preguntó si no le sería bueno montar a caballo.
-¡Desde luego!, ¡excelente, perfecto!... ¡Es una gran idea! Debería ponerla en práctica.
Y como ella objetaba que no tenía caballo, el señor Rodolfo le ofreció uno; ella rehusó su ofrecimiento; él no insistió; después, para justificar su visita, contó que su carretero, el hombre de la sangría, seguía teniendo mareos.
-Pasaré por allí-dijo Bovary.
-No, no, se lo mandaré; vendremos aquí, será más cómodo para usted.
-¡Ah! Muy bien, se lo agradezco.
Y cuando se quedaron solos:
-¿Por qué no aceptas las propuestas del señor Boulanger, que son tan amables?
Ella puso mala cara, buscó mil excusas, y acabó diciendo que «aquello parecería un poco raro.
-¡Ah!, ¡a mí me trae sin cuidado! -dijo Carlos, haciendo una pirueta-. ¡La salud ante todo! ¡Haces mal!
-¿Y cómo quieres que monte a caballo si no tengo traje de amazona?
-¡Hay que encargarte uno! -contestó él.
Lo del traje la decidió.
Cuando tuvo el traje, Carlos escribió al señor Boulanger diciéndole que su mujer estaba dispuesta, y que contaban con su complacencia.
Al día siguiente a mediodía Rodolfo llegó a la puerta de Carlos con dos caballos soberbios. Uno de ellos llevaba borlas rojas en las orejas y una silla de mujer de piel de ante.
Rodolfo calzaba botas altas, flexibles, pensando que sin duda ella nunca las había visto semejantes; en efecto, Emma quedó encantada de su porte, cuando él apareció sobre el rellano con su gran levita de terciopelo y su pantalón de punto blanco. Ella estaba preparada, le esperaba.
Justino se escapó de la farmacia para verla, y el boticario también salió. Hizo unas recomendaciones al señor Boulanger:
-¡Pronto llega una desgracia! ¡Tenga cuidado! ¡Sus caballos quizás son fogosos!
Ella oyó ruido por encima de la cabeza: era Felicidad que repiqueteaba en los cristales para entretener a la pequeña Berta. La niña le envió de lejos un beso; su madre le respondió con un gesto de la empuñadura de su fusta.
-¡Buen paseo! -dijo el señor Homais-. ¡Prudencia, sobre todo prudencia!
Y agitó su periódico viéndoles alejarse.
En cuanto sintió tierra, el caballo de Emma emprendió el galope. Rodolfo galopaba a su lado. A intervalos cambiaban una palabra. La cara un poco inclinada, la mano en alto y el brazo derecho desplegado, se abandonaba a la cadencia del movimiento que la mecía en su silla.
Al pie de la cuesta Rodolfo soltó las riendas; salieron juntos, de un solo salto; después, en lo alto, de pronto los caballos se pararon y el gran velo azul de Emma se cayó.
Era a primeros de octubre. Había niebla en el campo. Por el horizonte se extendían unos vapores entre el contorno de las colinas; y otros, deshilachándose, subían, se perdían. A veces, en una rasgadura de las nubes, bajo un rayo de sol, se veían a lo lejos los tejados de Yonville, con las cuestas a la orilla del agua, los corrales, las paredes y el campanario de la iglesia. Emma entornaba los párpados para reconocer su casa, y nunca aquel pobre pueblo le había parecido tan pequeño. Desde la altura en que estaban, todo el valle parecía un inmenso lago pálido que se evaporaba en el aire. Los macizos de árboles, de trecho en trecho, sobresalían como rocas negras; y las altas líneas de los álamos, que sobresalían entre la bruma, parecían arenales movidos por el viento.
Al lado, sobre el césped, entre los abetos, una tenue luz iluminaba la tibia atmósfera. La tierra, rojiza como polvo de tabaco, amortiguaba el ruido de los pasos, y con la punta de sus herraduras, al caminar, los caballos se llevaban por delante las piñas caídas.
Rodolfo y Ernma siguieron así el lindero del bosque. Ella se volvía de vez en cuando a fin de evitar su mirada, y entonces no veía más que los troncos de los abetos alineados, cuya sucesión continuada le aturdía un poco. Los caballos resoplaban. El cuero de las sillas crujía.
En el momento en que entraron en el bosque salió el sol.
-¡Dios nos protege! -dijo Rodolfo.
-¿Usted cree? -dijo ella.
-¡Avancemos!, ¡avancemos! -replicó él.
Chasqueó la lengua. Los dos animales corrían. Largos helechos a orilla del camino prendían en el estribo de Emma. Rodolfo, sin pararse, se inclinaba y los retiraba al mismo tiempo. Otras veces, para apartar las ramas, pasaba cerca de ella, y Emma sentía su rodilla rozarle la pierna. El cielo se había vuelto azul. No se movía una hoja. Había grandes espacios llenos de brezos completamente floridos, y mantos de violetas alternaban con el revoltijo de los árboles, que eran grises, leonados o dorados, según la diversidad de los follajes. A menudo se oía bajo los matorrales deslizarse un leve batir de alas, o bien el graznido ronco y suave de los cuervos, que levantaban el vuelo entre los robles. Se apearon. Rodolfo ató los caballos. Ella iba delante, sobre el musgo, entre las rodadas.
Pero su vestido demasiado largo la estorbaba aunque lo llevaba levantado por la cola, y Rodolfo, caminando detrás de ella, contemplaba entre aquella tela negra y la botina negra, la delicadeza de su media blanca, que le parecía algo de su desnudez. Emma se paró.
-Estoy cansada -dijo.
-¡Vamos, siga intentando! -repuso él-. ¡Ánimo!
Después, cien pasos más adelante, se paró de nuevo; y a través de su velo, que desde su sombrero de hombre bajaba oblicuamente sobre sus caderas, se distinguía su cara en una transparencia azulada, como si nadara bajo olas de azul.
-¿Pero adónde vamos?
Él no contestó nada. Ella respiraba de una forma entrecortada. Rodolfo miraba alrededor de él y se mordía el bigote.
Llegaron a un sitio más despejado donde habían hecho cortas de árboles. Se sentaron sobre un tronco, y Rodolfo empezó a hablarle de su amor.
No la asustó nada al principio con cumplidos. Estuvo tranquilo, serio, melancólico.
Emma le escuchaba con la cabeza baja, mientras que con la punta de su pie removía unas virutas en el suelo.
Pero en esta frase:
-¿Acaso nuestros destinos no son ya comunes?
-¡Pues no! -respondió ella-. Usted lo sabe bien. Es imposible.
Emma se levantó para marchar. Él la cogió por la muñeca. Ella se paró. Después, habiéndole contemplado unos minutos con ojos enamorados y completamente húmedos, le dijo vivamente:
-¡Vaya!, no hablemos más de esto... ¿dónde están los caballos? ¡Volvámonos!
Él tuvo un gesto de cólera y de fastidio. Ella repitió:
-¿Dónde están los caballos?, ¿dónde están los caballos?
Entonces Rodolfo, con una extraña sonrisa y con la mirada fija, los dientes apretados, se adelantó abriendo los brazos. Ella retrocedió temblando. Balbuceaba:
-¡Oh! ¡Usted me da miedo! ¡Me hace daño! Vámonos.
Y él se volvió enseguida respetuoso, acariciador, tímido.
-Ya que no hay más remedio -replicó él, cambiando de talante.
Emma le ofreció su brazo. Dieron vuelta. Él decía:
-¿Qué le pasaba? ¿Por qué? No la he entendido. Usted se equivoca conmigo sin duda. Usted está en mi alma como una madona sobre un pedestal, en un lugar elevado, sólido a inmaculado. Pero la necesito para vivir. ¡Necesito sus ojos, su voz, su pensamiento! ¡Sea mi amiga, mi hermana, mi ángel!
Y alargaba el brazo y le estrechaba la cintura. Ella trataba débilmente de desprenderse. Él la retenía así, caminando.
Pero oyeron los dos caballos que ramoneaban el follaje.
-¡Oh!, un poco más -dijo Rodolfo-. ¡No nos vayamos!, ¡quédese!
La llevó más lejos, alrededor de un pequeño estanque, donde las lentejas de agua formaban una capa verde sobre las ondas. Unos nenúfares marchitos se mantenían inmóviles entre los juncos. Al ruido de sus pasos en la hierba, unas ranas saltaban para esconderse.
-Hago mal, hago mal -decía ella-. Soy una loca haciéndole caso.
-¿Por qué?... ¡Emma! ¡Emma!
-¡Oh, Rodolfo!... -dijo lentamente la joven mujer apoyándose en su hombro.
La tela de su vestido se prendía en el terciopelo de la levita de Rodolfo; inclinó hacia atrás su blanco cuello, que dilataba con un suspiro; y desfallecida, deshecha en llanto, con un largo estremecimiento y tapándose la cara, se entregó.
Caían las sombras de la tarde, el sol horizontal que pasaba entre las ramas le deslumbraba los ojos. Por un lado y por otro, en torno a ella, en las hojas o en el suelo, temblaban unas manchas luminosas, como si unos colibríes al volar hubiesen esparcido sus plumas. El silencio era total; algo suave parecía salir de los árboles; Emma se sentía el corazón, cuyos latidos recomenzaban, y la sangre que corría por su carne como un río de leche. Entonces oyó a lo lejos, más a11á del bosque, sobre las otras colinas, un grito vago y prolongado, una voz que se perdía y ella la escuchaba en silencio, mezclándose como una música a las últimas vibraciones de sus nervios alterados. Rodolfo, con el cigarro entre los dientes, recomponía con su navaja una de las riendas que se había roto.
Regresaron a Yonville por el mismo camino, volvieron a ver sobre el barro las huellas de sus caballos, unas al lado de las otras, y los mismos matorrales, las mismas piedras en la hierba. Nada había cambiado en torno a ellos; y sin embargo, para ella había ocurrido algo más importante que si las montañas se hubiesen desplazado. Rodolfo de vez en cuando se inclinaba y le tomaba la mano para besársela.
¡Estaba encantadora a caballo! Erguida, con su talle fino, la rodilla doblada sobre las crines del animal y ligeramente coloreada por el aire libre sobre el fondo rojizo de la tarde.
Al entrar en Yonville caracoleó sobre el pavimento.
Desde las ventanas la miraban.
Su marido en la cena le encontró buen aspecto; pero ella pareció no oírlo cuando le preguntó sobre su paseo; y siguió con el codo al borde de su plato, entre las dos velas encendidas.
-¡Emma! -dijo él.
-¿Qué?
-Bueno, he pasado esta tarde por casa del señor Alexandre; tiene una vieja potranca todavía muy buena, con una pequeña herida en la rodilla solamente, y que nos dejarían, estoy seguro, por unos cien escudos...
Y añadió:
-Incluso pensando que te gustaría, la he apalabrado..., la he comprado... ¿He hecho bien? ¡Dímelo!
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento; luego, un cuarto de hora después:
Sales esta noche? -preguntó ella.
-Sí, ¿por qué?
-¡Oh!, nada, nada, querido.
Y cuando quedó libre de Carlos, Emma subió a encerrarse en su habitación. Al principio sintió como un mareo; veía los árboles, los caminos, las cunetas, a Rodolfo, y se sentía todavía estrechada entre sus brazos, mientras que se estremecía el follaje y silbaban los juncos.
Pero al verse en el espejo se asustó de su cara. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni tan profundos. Algo sutil esparcido sobre su persona la transfiguraba.
Se repetía: «¡Tengo un amante!, ¡un amante!», deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado.
Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.
Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna.
El día siguiente pasó en una calma nueva. Se hicieron juramentos. Ella le contó sus tristezas. Rodolfo le interrumpía con sus besos; y ella le contemplaba con los párpados entornados, le pedía que siguiera llamándola por su nombre y que repitiera que la amaba. Esto era en el bosque, como la víspera, en una cabaña de almadreñeros. Sus paredes eran de paja y el tejado era tan bajo que había que agacharse. Estaban sentados, uno junto al otro, en un lecho de hojas secas.
A partir de aquel día se escribieron regularmente todas las tardes. Emma llevaba su carta al fondo de la huerta, cerca del río, en una grieta de la terraza. Rodolfo iba a buscarla allí y colocaba otra, que ella tildaba siempre de muy corta.
Una mañana en que Carlos había salido antes del amanecer, a Emma se le antojó ver a Rodolfo al instante. Se podía llegar pronto a la Huchette, permanecer allí una hora y estar de vuelta en Yonville cuando todo el mundo estuviese aún durmiendo. Esta idea la hizo jadear de ansia, y pronto se encontró en medio de la pradera, donde caminaba a pasos rápidos sin mirar hacia atrás.
Empezaba a apuntar el día. Emma, de lejos, reconoció la casa de su amante, cuyas dos veletas en cola de milano se recortaban en negro sobre el pálido crepúsculo.
Pasado el corral de la granja había un cuerpo de edificio que debía de ser el palacio. Ella entró como si las paredes, al acercarse ella, se hubieran separado por sí solas. Una gran escalera recta subía hacia el corredor. Emma giró el pestillo de una puerta, y de pronto, en el fondo de la habitación, vio a un hombre que dormía. Era Rodolfo. Ella lanzó un grito.
-¡Tú aquí! ¡Tú aquí! -repetía él-. ¿Cómo has hecho para venir?... ¡Ah!, ¡tu vestido está mojado!
-¡Te quiero! -respondió ella pasándole los brazos alrededor del cuello.
Como esta primera audacia le había salido bien, ahora cada vez que Carlos salía temprano, Emma se vestía deprisa y bajaba de puntillas la escalera que llevaba hasta la orilla del agua.
Pero cuando la pasarela de las vacas estaba levantada, había que seguir las paredes que se extendían a lo largo del río; la orilla era resbaladiza; ella, para no caer, se agarraba con la mano a los matojos de alhelíes marchitos. Después atravesaba los terrenos labrados donde se hundía, se tambaleaba y se le enredaban sus finas botas. Su pañoleta, atada a la cabeza, se agitaba al viento en los pastizales; tenía miedo a los bueyes, echaba a correr; llegaba sin aliento, con las mejillas rosadas y exhalando un fresco perfume de savia, de verdor y de aire libre. Rodolfo a aquella hora aún estaba durmiendo. Era como una mañana de primavera que entraba en su habitación.
Las cortinas amarillas a lo largo de las ventanas dejaban pasar suavemente una pesada luz dorada. Emma caminaba a tientas, abriendo y cerrando los ojos, mientras que las gotas de rocío prendidas en su pelo hacían como una aureola de topacios alrededor de su cara. Rodolfo, riendo, la atraía hacia él y la estrechaba contra su pecho.
Después, ella examinaba el piso, abría los cajones de los muebles, se peinaba con el peine de Rodolfo y se miraba en el espejo de afeitarse. A veces, incluso, metía entre sus dientes el tubo de una gran pipa que estaba sobre la mesa de noche, entre limones y terrones de azúcar, al lado de una botella de agua.
Necesitaban un buen cuarto de hora para despedirse. Entonces Emma lloraba; hubiera querido no abandonar nunca a Rodolfo. Algo más fuerte que ella la empujaba hacia él, de tal modo que un día, viéndola aparecer de improviso, él frunció el ceño como alguien que está contrariado.
-¿Qué tienes? -dijo ella-. ¿Estás malo? ¡Háblame!
Por fin, él declaró, en tono serio, que sus visitas iban siendo imprudentes y que ella se comprometía.

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